Solía ir siempre al mismo sitio.
Dado lo inesperado de la hora, siempre estaba la misma gente haciendo lo mismo que yo. El mismo camarero, con quien tenía la misma broma privada todos los días. Aquella señora en la esquina del local, siempre con tantos papeles encima de la mesa... Quizá quería disimular su soledad enterrándola entre cientos de palabras. El chico rubio con su eterno café y la música resonando en sus oídos. El señor con el puro apagado y ojos tristes, que a veces faltaba a la cita.
Apuraba mi cortado. Ese último sorbo finalizaría mi poco tiempo de descanso y me haría regresar al mundanal ruido.
Se oyó el sonido de la puerta al abrirse y me giré para saludar a Martín, el dueño de la cafetería, que siempre entraba, puntual, cuando yo casi me levantaba para irme al trabajo. Pero no era él.
Miré de arriba a abajo a la persona que estaba entrando a "nuestro" santuario de las 3 de la tarde.
Pidió un café solo y se sentó un par de mesas más allá de la mía. Levanté la vista cuando noté el peso de una mirada sobre mí y sorprendí unos ojos marrones con una expresión que he visto en pocos. Le mantuve el pulso, durante unos segundos, y juraría que pude ver una media sonrisa. Quizá no estaba acostumbrado a que le retaran de esta forma.
Sentía que podía vivir bajo aquella mirada. Nunca he vuelto a tener esa sensación.
Pero todo se acaba. Y mi tiempo, acabó. Me levanté. Me despedí de Salva, mi camarero particular, con un "Hasta mañana" y salí de allí. Hacía frío. Y volví a mirarle, mientras andaba de camino al trabajo, y seguía mirándome... Me sonrió justo cuando dejaba de verle. El sabor amargo de ese último sorbo...
No he vuelto a coincidir con él, pese a seguir mis costumbres, pero no dejo de pensar que valió la pena llegar tarde a trabajar ese dia.
Dado lo inesperado de la hora, siempre estaba la misma gente haciendo lo mismo que yo. El mismo camarero, con quien tenía la misma broma privada todos los días. Aquella señora en la esquina del local, siempre con tantos papeles encima de la mesa... Quizá quería disimular su soledad enterrándola entre cientos de palabras. El chico rubio con su eterno café y la música resonando en sus oídos. El señor con el puro apagado y ojos tristes, que a veces faltaba a la cita.
Apuraba mi cortado. Ese último sorbo finalizaría mi poco tiempo de descanso y me haría regresar al mundanal ruido.
Se oyó el sonido de la puerta al abrirse y me giré para saludar a Martín, el dueño de la cafetería, que siempre entraba, puntual, cuando yo casi me levantaba para irme al trabajo. Pero no era él.
Miré de arriba a abajo a la persona que estaba entrando a "nuestro" santuario de las 3 de la tarde.
Pidió un café solo y se sentó un par de mesas más allá de la mía. Levanté la vista cuando noté el peso de una mirada sobre mí y sorprendí unos ojos marrones con una expresión que he visto en pocos. Le mantuve el pulso, durante unos segundos, y juraría que pude ver una media sonrisa. Quizá no estaba acostumbrado a que le retaran de esta forma.
Sentía que podía vivir bajo aquella mirada. Nunca he vuelto a tener esa sensación.
Pero todo se acaba. Y mi tiempo, acabó. Me levanté. Me despedí de Salva, mi camarero particular, con un "Hasta mañana" y salí de allí. Hacía frío. Y volví a mirarle, mientras andaba de camino al trabajo, y seguía mirándome... Me sonrió justo cuando dejaba de verle. El sabor amargo de ese último sorbo...
No he vuelto a coincidir con él, pese a seguir mis costumbres, pero no dejo de pensar que valió la pena llegar tarde a trabajar ese dia.